“Para que leas
despacio, bien, con sosiego, disfrutando (no este libro, sino
todos)”, le recomendó un autor el día de Sant Jordi a un pipiolo
que estudiaba periodismo y aspiraba a ser escritor. Servidor, que era
ese pipiolo, recuerda como si fuera ayer otro consejo que Unai
Elorriaga le regaló ese día: “Relee, porque encontrarás nuevos
matices y tendrás una visión más amplia de las cosas”. Porque
releer (bien) supone empezar de cero para descubrir matices nuevos y,
quizás, redescubrir los que ya vimos. Por eso hay que releer partido
a partido a Messi, un libro abierto para todos los públicos al que
hay que degustar como si nunca hubiese metido goles de videojuego ni
convirtiese en rutina lo extraordinario. Porque a Messi no se le
encuentra el truco ni parando fotograma a fotograma sus jugadas y en
carrera hay pocos que resisten su sprint. A Leo o Lío –me quedo
con este nombre, que resume su relación con los defensas rivales–
es un engorro para la física e incluso para los periodistas, que
desde hace años buscan dar con el adjetivo que mejor le defina.
Quizás sea el de soñador, pues en el césped sonríe y juega como
un niño, con la misma ilusión de quien quiere ser profesional y
jugar con los mejores algún día.
De los futbolistas
actuales Messi sólo se resiste a sí mismo después de meter 91 el
curso pasado y levantar el cuarto Balón de Oro, que recogió igual
de nervioso que si no hubiese ganado nunca el trofeo y fuese aquel
niño que, como recordaba su hermano en el vídeo proyectado durante
la gala, salía de casa, vivía y dormía con el balón: “Sólo
quería el balón”. El balón es Messi como en su día fue Di
Stéfano, Pelé, Maradona o Cruyff. Sería injusto compararle con
referentes porque no ha compartido ni época ni condiciones. Sería
como tratar de igual a igual a Dalí y Leonardo Da Vinci.
Por
tener, Messi tiene hasta carisma, por ser tan seguro defendiendo su
obra –y la de su equipo– como vergonzoso ante los elogios, por
utilizar el 'nosotros' antes que el 'yo'. Incluso dignifica a la
figura del suplente en Can Barça –de tipos generosos como Pizzi o
Larsson– y las contadas veces que sale desde el banquillo –porque
Messi quiere jugar a todas horas– suele marcar también, como si
sus goles viniesen incluidos con la entrada.
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