Recuerdo perfectamente la primera vez que lo vi. Caminaba como caminan quienes saben que, digan lo que digan, tienen razón. El parquet, mezcla de dejadez y grandeza, le desmerecía. Tampoco estaba a su altura aquel entrenador que apenas podría soplar dos segundos el silbato que tenía atrapado en su cuello. Paul no dudó en negarle el saludo de bienvenida a aquella albóndiga con barba y prefirió dirigirse hacia una pelota anticuada que había en el suelo: la cogió con desprecio y tiró. Canasta. “Soy el nuevo, Paul”. Así se presentó, con el tono de los que ganan sin haber participado.
No volvió a abrir la boca en todo el día. Paul era un trotamundos que había estudiado en una universidad prestigiosa de un país todavía más prestigioso: no tenía por qué dar explicaciones de nada a unos mequetrefes perdedores con ropa de hermano mayor, y mucho menos seguir las instrucciones de un incompetente como Andrés. Hacer caso a un técnico que primaba la defensa sobre el talento individual hubiese sido una broma de mal gusto, pensó.
El estreno de Paul fue sideral. En los cinco minutos iniciales del primer amistoso anotó 15 puntos y capturó cuatro rebotes ofensivos. Una cifra fantástica para el jugador, completamente anárquico y encantado de sí mismo. Sólo le faltaba que el equipo fuese registrado con su nombre. Andrés no entendía de números y le cambió.
– ¿Qué haces? ¿Quieres perder? ¡No tienes ni idea!
– Esto es un equipo, no una sesión de egoísmo.
Paul recogió sus cosas del vestuario y se fue.
“Éste no vuelve más. Mejor así, no nos interesan jugadores sobrados como él”, le dijo Jose, uno de los jugadores, al míster, que sonrió y no añadió nada. Andrés fue el único al que no le sorprendió la presencia de Paul en el entrenamiento matinal del día después. Estaba empapado: llevaba un buen rato ejercitándose y masticaba chicle con violencia. Su mandíbula podía separarse del cuerpo en cualquier momento.
Como buen incomprendido, Paul iba a contracorriente: tiraba cuando el resto corría, y corría cuando sus compañeros lanzaban. Como buen incomprendido, fue castigado. Andrés convirtió a Paul en un simple agitatoallas en los partidos oficiales. Aunque, a decir verdad, Paul ni siquiera tocaba la toalla, sino que se entretenía mirando hacia cualquier sitio que no fuese la pista. Le gustaba mirar especialmente a los que pretendían ser entrenadores desde la grada. No tenían ni idea de qué era el baloncesto. Eran lamentables.
Para que Paul tuviese minutos necesitaba una carambola tan rebuscada como la de aquella tarde. Por motivos que sonaban a excusa de tercera, pero que eran reales, tres de los jugadores más importantes causaron baja y el escolta titular estaba infiltrado con un flemón. Andrés tuvo que completar la convocatoria con algún imberbe del júnior. Incluso los recién llegados tenían prioridad sobre Paul, que sólo pudo saltar a la pista gracias a la lesión de uno de los inexpertos:
– Paul, sal, demuéstrame lo que vales.
Inalterable, sin un chicle con el que desahogarse y la típica cinta de color chillón en la frente, Paul apareció convencido de convencer a aquel ignorante. Primero le impresionaría metiendo un par de triples, planeó. El plan resultó en un minuto y Paul sonrió buscando la reacción de aquel panzudo que parecía sacado de un anuncio de cereales, pero Andrés ni se inmutó. Una indiferencia que enfadó al jugador, que se obsesionó con demostrar que era el mejor y confundió la precipitación con la eficacia: así que, intentando lanzar un triple imposible ante dos rivales que le punteaban, cayó mal y se lesionó. En el hospital el doctor no tardó en evaluar el percance:
– Lo siento, tienes una rotura del ligamento cruzado anterior de la rodilla derecha.
– Vale, vale. No entiendo de tecnicismos. Yo juego a baloncesto y, por cierto, lo hago muy bien. Concreta. ¿Cuánto tiempo estaré sin jugar?
– Como mínimo, seis meses.
Ese pronóstico hundió a Paul, que por primera vez en su vida no encontró (ni buscó) ninguna réplica. Ser hijo de una familia opulenta y haber sido la estrella sin discusión de sus equipos le había acostumbrado a los elogios, a tener cuanto quisiera y triunfar sin esfuerzo.
El dolor y frustración por no poder jugar transformaron a Paul, torturado por soportar sesiones de rehabilitación muy duras. Un sacrificio que le sirvió para dominar su ego mayúsculo y abrirse a sus compañeros, siempre pendientes e interesados de sus progresos. Paul empezó a estudiar ese idioma que no se había preocupado de aprender hasta entonces y a animar en los partidos. Incluso escuchaba los consejos de su entrenador, al que bautizó como Andy. Paul tampoco ponía pegas a quienes seguían y dirigían su evolución en la rehabilitación.
– Paul, lo tuyo es sorprendente. Prácticamente estás recuperado y apenas han pasado cuatro meses.
– Doctor, siempre te dije que volvería antes. Quiero ayudar a mis compañeros. ¿Podré jugar el domingo de la semana que viene? Es el partido decisivo, nos jugamos los playoffs…
– Muy justo, Paul, es precipitado.
Pero Paul, que había perdido narcisismo, pero ni un ápice de amor propio, no hizo caso al galeno. Llegado el día clave y viendo cómo su equipo estaba perdiendo por 15 ante los líderes invictos, Paul rogó a Andrés que le dejase jugar. El entrenador no supo decirle que no, a pesar de que sabía que era arriesgado: suponía un premio merecido.
– Por fin sale– celebró un aficionado en la grada. – ¿Quién es?– preguntó su acompañante.
– Se llama Paul, se ha pasado la Liga lesionado, pero es un crack. Hoy nos hará ganar.
Ajeno a aquella conversación, Paul compareció para anotar su primer triple y concretar en 12 puntos la desventaja, que poco a poco fue reduciéndose con él como principal gestor robando pelotas, anotando triples y penetraciones. Incluso dando asistencias: ya era un jugador de equipo.
Acostumbrado a ganar por veinte, el equipo rival sólo dominaba por uno a falta de ocho segundos. Así que el base del otro equipo, un guaperas al que sólo le faltaba soltar la pelota y ponerse a anunciar crema hidratante, ralentizó el juego esperando recibir una personal o para el cronómetro pasase lo más rápido posible. Tanto se fió el guaperas que no se dio cuenta de que Paul extendía su brazo para robarle la pelota. Paul inició la contra, pero se vio rodeado de rivales. Meter la canasta era un ejercicio de ciencia ficción, aunque tuvo la tentación de tirar como hubiese hecho siempre. Pero no, le pasó a Luis, que estaba solo en la pintura. El compañero lanzó y la pelota entró limpia sobre la bocina. Tremenda alegría para Paul y el resto –Andrés acertó a dar un salto de alegría imposible de imaginar para alguien con un buche tan generoso– y rabiatada para los líderes invictos, que se quedaron protestando a los árbitros que la acción de Paul sobre el base-anuncio era personal.
Llegar a las eliminatorias por el título fue el epílogo del equipo y del propio club. Un par de semanas después quedó eliminado en cuartos de final y un par de meses más tarde desapareció porque las instituciones y patrocinadores que le apoyaban hasta entonces decidieron no hacerlo más. Un triste final para un grupo de entusiastas del baloncesto.
¿Y qué fue de Paul? Pues hace años que no sé nada de él. Llegó a jugar en la ACB, siempre en equipos cuya aspiración era la supervivencia. A veces me lo imagino entrenando a adolescentes con granos, provocando a los mejores para que den lo mejor de sí mismos para el equipo y no para su único beneficio. Soy afortunada porque aún conservo los trazos de su firma en mi piel. Sus dos rayitas al final, para enfatizar que, a pesar de todo, era un tipo detallista. Aquellos círculos que van y vienen de un lado a otro, aparentemente sin rumbo, que describían su ímpetu. A veces, cuando alguien entra en la habitación y pregunta de quién es ese autógrafo, me dan ganas de gritar. De decir que yo conocí a Paul, que fue el más grande. Pero no puedo. Porque las pelotas no hablan.
No volvió a abrir la boca en todo el día. Paul era un trotamundos que había estudiado en una universidad prestigiosa de un país todavía más prestigioso: no tenía por qué dar explicaciones de nada a unos mequetrefes perdedores con ropa de hermano mayor, y mucho menos seguir las instrucciones de un incompetente como Andrés. Hacer caso a un técnico que primaba la defensa sobre el talento individual hubiese sido una broma de mal gusto, pensó.
El estreno de Paul fue sideral. En los cinco minutos iniciales del primer amistoso anotó 15 puntos y capturó cuatro rebotes ofensivos. Una cifra fantástica para el jugador, completamente anárquico y encantado de sí mismo. Sólo le faltaba que el equipo fuese registrado con su nombre. Andrés no entendía de números y le cambió.
– ¿Qué haces? ¿Quieres perder? ¡No tienes ni idea!
– Esto es un equipo, no una sesión de egoísmo.
Paul recogió sus cosas del vestuario y se fue.
“Éste no vuelve más. Mejor así, no nos interesan jugadores sobrados como él”, le dijo Jose, uno de los jugadores, al míster, que sonrió y no añadió nada. Andrés fue el único al que no le sorprendió la presencia de Paul en el entrenamiento matinal del día después. Estaba empapado: llevaba un buen rato ejercitándose y masticaba chicle con violencia. Su mandíbula podía separarse del cuerpo en cualquier momento.
Como buen incomprendido, Paul iba a contracorriente: tiraba cuando el resto corría, y corría cuando sus compañeros lanzaban. Como buen incomprendido, fue castigado. Andrés convirtió a Paul en un simple agitatoallas en los partidos oficiales. Aunque, a decir verdad, Paul ni siquiera tocaba la toalla, sino que se entretenía mirando hacia cualquier sitio que no fuese la pista. Le gustaba mirar especialmente a los que pretendían ser entrenadores desde la grada. No tenían ni idea de qué era el baloncesto. Eran lamentables.
Para que Paul tuviese minutos necesitaba una carambola tan rebuscada como la de aquella tarde. Por motivos que sonaban a excusa de tercera, pero que eran reales, tres de los jugadores más importantes causaron baja y el escolta titular estaba infiltrado con un flemón. Andrés tuvo que completar la convocatoria con algún imberbe del júnior. Incluso los recién llegados tenían prioridad sobre Paul, que sólo pudo saltar a la pista gracias a la lesión de uno de los inexpertos:
– Paul, sal, demuéstrame lo que vales.
Inalterable, sin un chicle con el que desahogarse y la típica cinta de color chillón en la frente, Paul apareció convencido de convencer a aquel ignorante. Primero le impresionaría metiendo un par de triples, planeó. El plan resultó en un minuto y Paul sonrió buscando la reacción de aquel panzudo que parecía sacado de un anuncio de cereales, pero Andrés ni se inmutó. Una indiferencia que enfadó al jugador, que se obsesionó con demostrar que era el mejor y confundió la precipitación con la eficacia: así que, intentando lanzar un triple imposible ante dos rivales que le punteaban, cayó mal y se lesionó. En el hospital el doctor no tardó en evaluar el percance:
– Lo siento, tienes una rotura del ligamento cruzado anterior de la rodilla derecha.
– Vale, vale. No entiendo de tecnicismos. Yo juego a baloncesto y, por cierto, lo hago muy bien. Concreta. ¿Cuánto tiempo estaré sin jugar?
– Como mínimo, seis meses.
Ese pronóstico hundió a Paul, que por primera vez en su vida no encontró (ni buscó) ninguna réplica. Ser hijo de una familia opulenta y haber sido la estrella sin discusión de sus equipos le había acostumbrado a los elogios, a tener cuanto quisiera y triunfar sin esfuerzo.
El dolor y frustración por no poder jugar transformaron a Paul, torturado por soportar sesiones de rehabilitación muy duras. Un sacrificio que le sirvió para dominar su ego mayúsculo y abrirse a sus compañeros, siempre pendientes e interesados de sus progresos. Paul empezó a estudiar ese idioma que no se había preocupado de aprender hasta entonces y a animar en los partidos. Incluso escuchaba los consejos de su entrenador, al que bautizó como Andy. Paul tampoco ponía pegas a quienes seguían y dirigían su evolución en la rehabilitación.
– Paul, lo tuyo es sorprendente. Prácticamente estás recuperado y apenas han pasado cuatro meses.
– Doctor, siempre te dije que volvería antes. Quiero ayudar a mis compañeros. ¿Podré jugar el domingo de la semana que viene? Es el partido decisivo, nos jugamos los playoffs…
– Muy justo, Paul, es precipitado.
Pero Paul, que había perdido narcisismo, pero ni un ápice de amor propio, no hizo caso al galeno. Llegado el día clave y viendo cómo su equipo estaba perdiendo por 15 ante los líderes invictos, Paul rogó a Andrés que le dejase jugar. El entrenador no supo decirle que no, a pesar de que sabía que era arriesgado: suponía un premio merecido.
– Por fin sale– celebró un aficionado en la grada. – ¿Quién es?– preguntó su acompañante.
– Se llama Paul, se ha pasado la Liga lesionado, pero es un crack. Hoy nos hará ganar.
Ajeno a aquella conversación, Paul compareció para anotar su primer triple y concretar en 12 puntos la desventaja, que poco a poco fue reduciéndose con él como principal gestor robando pelotas, anotando triples y penetraciones. Incluso dando asistencias: ya era un jugador de equipo.
Acostumbrado a ganar por veinte, el equipo rival sólo dominaba por uno a falta de ocho segundos. Así que el base del otro equipo, un guaperas al que sólo le faltaba soltar la pelota y ponerse a anunciar crema hidratante, ralentizó el juego esperando recibir una personal o para el cronómetro pasase lo más rápido posible. Tanto se fió el guaperas que no se dio cuenta de que Paul extendía su brazo para robarle la pelota. Paul inició la contra, pero se vio rodeado de rivales. Meter la canasta era un ejercicio de ciencia ficción, aunque tuvo la tentación de tirar como hubiese hecho siempre. Pero no, le pasó a Luis, que estaba solo en la pintura. El compañero lanzó y la pelota entró limpia sobre la bocina. Tremenda alegría para Paul y el resto –Andrés acertó a dar un salto de alegría imposible de imaginar para alguien con un buche tan generoso– y rabiatada para los líderes invictos, que se quedaron protestando a los árbitros que la acción de Paul sobre el base-anuncio era personal.
Llegar a las eliminatorias por el título fue el epílogo del equipo y del propio club. Un par de semanas después quedó eliminado en cuartos de final y un par de meses más tarde desapareció porque las instituciones y patrocinadores que le apoyaban hasta entonces decidieron no hacerlo más. Un triste final para un grupo de entusiastas del baloncesto.
¿Y qué fue de Paul? Pues hace años que no sé nada de él. Llegó a jugar en la ACB, siempre en equipos cuya aspiración era la supervivencia. A veces me lo imagino entrenando a adolescentes con granos, provocando a los mejores para que den lo mejor de sí mismos para el equipo y no para su único beneficio. Soy afortunada porque aún conservo los trazos de su firma en mi piel. Sus dos rayitas al final, para enfatizar que, a pesar de todo, era un tipo detallista. Aquellos círculos que van y vienen de un lado a otro, aparentemente sin rumbo, que describían su ímpetu. A veces, cuando alguien entra en la habitación y pregunta de quién es ese autógrafo, me dan ganas de gritar. De decir que yo conocí a Paul, que fue el más grande. Pero no puedo. Porque las pelotas no hablan.
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