Recuperó el Barça su partitura de antaño, alcanzó a tocar la melodía más exquisita una noche que avisaba del infierno. Solventó sin medias tintas y con la seguridad y brillantez de hace unos meses su primera gran final de la temporada, reforzando de paso su filosofía, de la que público y prensa empezaban a dudar y que ha convertido a Josep Guardiola en el nuevo icono del fútbol entendido como arte más que como deporte. Ganó el Barça a su pasado, al ovacionado Samuel Eto’o y a los pitados Jose Mourinho, Luis Figo y Tiago Motta –Ricardo Quaresma más bien fue ignorado–, y se sobrepuso a su delicado presente tras haber marcado únicamente tres goles y conseguir cinco puntos en las cuatro primeras jornadas de la Champions. En una primera hora sensacional cimentó un triunfo convincente y necesario por 2-0 ante un Inter recurrente, primitivo y con las líneas tan partidas como el pan de molde. El campeón rescató su batuta y ahora su clasificación para octavos de final será menos angustiosa: le bastaría incluso una derrota en Kiev por un gol para clasificarse, pues en el otro encuentro pasó lo que más le convenía, un empate a cero entre el Rubin Kazán y el Dinamo de Kiev.
A Guardiola hay muy pocas cosas a objetarle en su pequeño y tremendamente exitoso tiempo como entrenador del Barça. Siempre ha sido de la opinión de no forzar a los jugadores y raramente lo ha hecho, a excepción de la participación en la final de la Champions de Roma de Andrés Iniesta, a la que el jugador llegó justo tras haberse perdido la de Copa del Rey. Ante el Inter estaba obligado a arriesgar con Messi e Ibrahimovic, lesionados y muy justos. Optó por el riesgo de no hacerlos jugar, probablemente el más peligroso para él si el resultado no acompañaba, pero el más beneficioso tanto para el equipo como para los propios jugadores. Las ausencias sirven de excusa popular, pero también de oportunidad para los que tienen tantos mimos ni tanto nombre. Así que Thierry Henry, lejos de su divismo en Londres y acosado mundialmente por su mundana mano ante Irlanda, vio cumplido por una vez su eterna reivindicación de ser delantero centro como en el Arsenal, acompañado por la derecha por Iniesta y por la izquierda por Pedro, antiguo Pedrito, ese jugador que podría ser nuestro vecino del quinto de tan natural y honesto que comparece ante los medios. La suerte de Pedro es que en el campo es todo lo contrario y que resuelve en el área más o menos como habla: con los mínimos toques posibles y una resolución precisa. Así llegó su gol tras empalmar con la izquierda un centro de Alves desde la derecha, las dos últimas acciones de otra nueva jugada de billar del Barça.
Al pelotazo
El gol de Pedro ponía un broche perfecto a un inicio fabuloso, pues el Barça había conseguido recortar las líneas del Inter, tan resquebrajado que a Eto’o le resultaba más sencillo tocar la pelota bajando a su propio campo en labores defensivas que esperar poder controlar cualquier pelotazo de sus compañeros, que recurrían sin descanso al rechace largo, que de tanto en tanto sorprende. Pero mucho tenía que sorprender el solitario Eto’o y el defenestrado Inter para inquietar al Barça y a su ordenada defensa, empezando por Gerard Piqué. El central azulgrana, cada vez más afianzado en el club y en la selección, fue el encargado de abrir el marcador a la salida de un córner y con Motta agarrándole de la camiseta sin tapujos, en un penalti tan claro que ni tan siquiera suele pitarse. Incluso Eric Abidal, recién recuperado de la gripe A, empequeñecó al habilidoso Maicon, reducido a jugador agresivo en vez de a lateral de largo recorrido. El Inter tan sólo tuvo una ocasión real y fue más por fallo ajeno que por cierto propio. Víctor Valdés no salió bien y Stankovic intentó una vaselina que salió fuera por poco. Una ocasión que más clara que los inocentes tiros de Milito y Eto'o.
Todo acompañó al Barça, incluso el público, al que Guardiola había demanadado compromiso y ánimo. El Camp Nou cumplió, pese a ser muy dado a dosificar sentimientos, demasiado silencioso cuando el equipo necesita comprobar y escuchar que sí, que juega en casa, y únicamente vivo tanto por los momentos de euforia como por las injusticias arbitrales. Pero esta vez el estadio arengó y aplaudió a sus jugadores desde el principio. Y fue generoso –y justo– aplaudiendo a Eto’o, reconociendo su extraordinaria trayectoria en el club, del que salía en verano por falta de feeling con el entrenador. La salida del camerunés –que reclamó un par de penaltis y lanzó una vez tan desviado que se fue a la banda– es quizás el único error significativo de la gestión de Guardiola, que no atiende a las excusas, sabe gestionar la euforia y huir del catastrofismo. Confiesa por igual defectos y virtudes y siempre que puede recalca que él sólo será bueno cuando el equipo gane. No le falta razón en un mundo tan volátil como el del fútbol.
Desquiciado en el partido, Eto’o supo disfrutar del Camp Nou antes y después del encuentro. Tanto en el túnel de vestuarios como en la presentación en el campo, se abrazó uno a uno con sus ex compañeros. Y al final del encuentro los volvió saludar, le dio consejos a Bojan y se deseó suerte con Piqué. “Nos vemos en el Bernabéu”, dijo Eto’o, que tenía en las manos la camiseta del central. Uno de los recuerdos que se lleva de su retorno al Camp Nou. De una noche en la que el Barça hizo sonar su melodía desde el infierno.
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