Ferrero, tras el punto definitivo en la Copa Davis de 2000. |
Los nervios de un anuncio bien meditado y que no tiene vuelta atrás se reflejan en tres gestos. Como entrada a la noticia Juan Carlos Ferrero (Ontinyent, Valencia, 1980) recorre, nervioso, su ceja izquierda, hasta tres veces. Dado el titular de que se retirará en octubre, tras el Valencia Open 500, del que es propietario junto a David Ferrer, que lo hace a los 32, a una edad idónea “para un deporte tan exigente”, continúa con los agradecimientos. Se le corta la voz mencionando a su padre, Eduardo, y logra seguir con sus hermanas, Laura y Ana, a su familia en general y a Toni [Antonio Martínez Cascales, su técnico de casi siempre, Josep Perlas lo fue un tiempo]... No puede más: pide “un segundo” y toma un sorbo de agua mientras llora en un momento inevitable para el primer héroe de la Copa Davis. Para quien rompió la eterna barrera de España con la Ensaladera con un passing de revés ante Hewitt en un Palau Sant Jordi a rebosar que disfrutó de un talento precoz al que sólo las lesiones pudieron frenar. Del segundo número uno nacional tras Carles Moyà y antes de que lo fuese Rafa Nadal.
De Ferrero se recuerda cómo celebró el punto decisivo de la primera Copa Davis, dejando sus rodillas reposar en la arcilla con 20 años y como con 23 hizo lo mismo para festejar su único Grand Slam, Roland Garros, cuya copa llenó a besos: “Era el sueño de mi vida. Te lo dedico también a ti, que estás ahí arriba”. El Mosquito, como le apodó un amigo por su tremenda velocidad, hablaba de Rosario, su madre, que murió de una enfermedad cuando él tenía 16 años, y que no pudo disfrutar con su retoño como número 1, también en 2003, su mejor temporada, en la que además de seducir a París, se metió en la final del US Open, coto privado hasta entonces para los españoles y emulando a Moyà, que también fue finalista en el Abierto de Australia, otro territorio prohibido hasta la aparición fulgurante de Nadal.
Sí, Ferrero fue y será recordado como un pionero, un talento precoz al que sólo pudieron las lesiones, de todo tipo y continuas, a veces se recuperaba de una y volvía a la otra. Pero El Mosquito continuaba erre que erre –“Ferrero sigue jugando por su autoestima, por estar bien consigo mismo”, decía su entonces técnico Josep Perlas a Sergio Heredia en La Vanguardia–, venciendo al miedo y a los dolores por hacer lo que le gusta, jugar al tenis –“ahora lo haré de una forma un tanto más relajada”–. Estuvo casi cinco años largos sin ganar un título individual, el período entre que alzó el Másters de Madrid ante Nicolás Massú y eliminado a un jovenzuelo irreverente y con coleta, Roger Federer, en octubre de 2003 –en 2006 sí que ganó el Másters nacional– hasta que en abril de 2009 alzó el de Casablanca.
Entre medias, algunas finales, como las de Rotterdam (2003), Godó y Viena (2005), Costa do Sauipe (2007), Auckland (2008) y Cincinnati (2006), a la que llegó tras batir por el camino a, entre otros, Nadal. La joven perla desplazó a Ferrero en la final en Sevilla ante Estados Unidos poco después de haber logrado su primer título ATP en Sopot y se convirtió en el más joven en lograr un punto para el vencedor. Moyà quedó como héroe final, emulando a ese Ferrero descarado del Palau Sant Jordi. Ferrero fue fino en la pista y dentro de ella, eterno, por ejemplo, para dar el punto definitivo ante Alemania en Marbella y alcanzar las semifinales de 2009 de la Davis, una competición a la que no acudía desde 2005. Aficionado del Madrid, jugador puntual de golf y enamorado de los coches, Ferrero se irá de las pistas a finales de octubre en su torneo, pero continuará ligado al mundo del tenis que tanto ama y no dejará de escuchar su música favorita, a los desaparecidos Michael Jackson y Whitney Houston, y a Manolo García y Ella baila sola.
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