jueves, 1 de septiembre de 2011

Natalia Rodríguez aparca su mal recuerdo de Berlín con un bronce en Daegu

De izquierda a derecha, Barringer, England y Natalia Rodríguez en los últimos metros - EFE.

Estaba seria y tan concentrada en su cometido que cuando la cámara de televisión la enfocó en la calle uno, con los brazos apoyados en sus caderas, Natalia Rodríguez (Tarragona, 1979) ni pestañeó. No quería gestos en un instante tan buscado desde hace dos años, en la oportunidad de redimirse de lo acontecido en el Mundial anterior. Todavía le retumbaban los silbidos del público en Berlín mientras daba la vuelta de honor como ganadora. Un oro del que fue desposeída por haber tropezado con la etíope Gelete Burka, que acabó en el suelo. Las lágrimas de aquella noche suponían una motivación extra, incalculable, en otra final, esta vez en Daegu y para la que se sentía en plena forma. El ritmo fue lento, mucho -se pasó la primera vuelta a 1:08.78- y Natalia no gastó fuerzas inútiles al principio y apareció al final, su táctica habitual, certera como los alumnos que preguntan poco, pero que cuando lo hacen inquietan al profesor. Pasó penúltima por los 800 metros, fue progresando por el exterior y ya tiraba del grupo a falta de 400, cuando se libró de una caída. Natalia Rodríguez hizo un primer cambio y perpretó otro a 200. Buscaba el oro con "obsesión". Por detrás venían muy fuertes, y  a 20 cedió terreno ante dos que no figuraban entre las favoritas: la estadounidense Jennifer Barringer Simpson -simpática saludando a dos manos y a una los instantes- protagonizó un sprint fantástico para vencer con claridad (4:05.40). Segunda, y plata, acabó Hannah England (4:05.68), de Gran Bretaña. La atleta tarraconense no se vino abajo -"hemos trabajado con mi entrenador (Miguel Escolona, que la acompaña desde los 12 años) esa parte de la carrera para no bloquearte"- y defendió el bronce (4:05.87), exacto botín del de los Europeos de Barcelona. Ahora sí era el momento para expresarse, para soltar una buena sonrisa. El instante esperado para España, su primer metal en un Mundial decepcionante hasta dicho momento. Incluso Ruth Beitia no pasó a la final en salto de altura, anclada en un límite discreto, 1'92 metros. 

Tercera, tercera, decía con sus dedos Natalia, que sí atendía al cámara para señalar la mini bandera de Tarragona con la que corrió la prueba atada a su muñeca derecha. Un gesto de cariño hacia su ciudad, que le acompañó en su reto y le arropó en su desengaño en Berlín. Natalia felicitó a la ganadora, ataviada con la bandera de Estados Unidos y con las zapatillas en las manos. Hace dos años que Barringer aparcó los obstáculos y apostó por correr en liso. Una decisión sabia. Ella fue la gran triunfadora del 1.500, que empezó mandando la noruega Makestad, pero sobre todo Belete, Bahrein, que se esforzaba para su compañera Jamal, que acabó duodécima tras una caída el día que perseguía su tercera corona mundial consecutiva. 

A Natalia le sobraron 20 metros, pero no le faltó la alegría de llevarse un medalla muy perseguida y como homenaje a su abuela, que está en el hospital. Un bronce para olvidarse de Berlín, un bronce para confirmar que es mejor competidora desde que fue madre. Entonces su barrera era el sexto puesto e incluso llegó a plantearse la retirada. En su vuelta tras dar a luz a Guadalupe fue plata en los Europeos en pista cubierta de Turín, meses antes del tropiezo con Burka, a quien se fue a consolar en Berlín, sintiéndose culpable. Después se llevó la plata en el Mundial de pista cubierta de Doha. Ahora Natalia, hija de un soldador y de una empleada de hospital, sólo es culpable de ser una ganadora. 

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